Nacido en Campillo en 1645 y muerto en Valencia en 1714, ciudad ésta donde se trasladó muy joven y en la que desarrolló su notable actividad pictórica en contacto con otros maestros como Jacinto Jerónimo Espinosa y Antonio Palomino. Tuvo mucho éxito y pintó cuadros de tipo religioso para los conventos y parroquias valencianas. A su pincel se deben las pinturas de la Galería Dorada del Palacio Ducal de Gandía, los frescos de la iglesia de Biar y numerosos cuadros existentes repartidos por el Colegio del Patriarca de Valencia, Agustinas de San Martín de Segorbe, Carmelitas Descalzas de Caudiel e iglesias de Requena, por no citar más que algunos ejemplos.
El cuadro “San Vicente Ferrer y el milagro del niño de Morella”
Pertenece a los fondos del Museo de Bellas Artes de Valencia La escena se refiere a un pasaje de la vida de San Vicente Ferrer. El Santo debía reunirse en Morella (Castellón de la Plana) con el Papa Benedicto XIII, el famoso Papa Luna, para tratar cuestiones relacionadas con el cisma que sufría la Iglesia Católica por aquellos años. El suceso plasmado en la obra de Gaspar de la Huerta es un poco macabro y escalofriante, pero no deja de ir acorde con la gran fama de milagroso que tuvo San Vicente.
La cuestión es que el santo se hospedó en Morella en casa de un noble caballero cuya esposa sufría ataques de locura. San Vicente bendijo a la mujer y sus familiares, quienes ya daban por supuesto que la había curado de sus males. Hasta que un día la señora quiso agasajar al santo con un banquete y no se le ocurrió otra cosa que cocinarle la carne tierna de un niño que tenía. Hizo pedazos la criatura, asó algunos de ellos y el resto los guardó en la despensa. Al llegar el marido a su casa y ver lo que había hecho su esposa, es fácil imaginar la situación y la pena paternal. Pero San Vicente Ferrer, avisado por una luz interior, ya sabía la gravedad de los hechos y corrió a la casa de sus anfitriones para evitar males mayores.
El santo ordenó reunir todos los trozos del niño, los arregló poniendo cada uno en su sitio y pidió en oración: Jesús, Hijo de María, salvador y rey del mundo, que habéis criado de la nada el alma de este niño, haced que se restituya al cuerpo para la mayor Gloria de Vuestra Majestad inefable. Al acabar de rezar, los pedazos se unieron, desapareció su espeluznante aspecto, el niño abrió los ojos y miró agradecido a quien había obrado este milagro de resurrección en medio de una gran muchedumbre.
Podemos decir que cuanto más grande y famoso es un santo, más grande y sorprendentes son los milagros que lleva a cabo. Y San Vicente fue un gran santo, un gran taumaturgo. bastante apocalíptico, uno de los patrones valencianos, al que la iconografía representa con el dedo señalando al cielo y una inscripción en latín que significa Temed a Dios y dadle honor, porque llegará el día del juicio.
La pintura, realizada al óleo sobre lienzo, es bastante grande (182 x 136 cm). Estilísticamente puede ubicarse el cuadro que nos ocupa en el barroco naturalista, con una lograda composición y varios planos de profundidad; la entonación resulta un poco terrosa, pero es debida a la imprimación a la almagra que con el paso del tiempo aflora a la superficie del lienzo.
Es una obra de cierta calidad, que presenta al niño resucitado en la bandeja donde lo habían servido como manjar evitando cualquier referencia truculenta; el tono es amable y el elemento desagradable queda relegado al discurso hagiográfico, sirviéndonos para conocer cómo pintaba este campillano emigrado a Valencia, del que apenas se conocía algún cuadro debido a su pincel. Por eso he querido ponerlo aquí en conocimiento, para que todos los campillanos interesados por la historia de su pueblo puedan tener una idea, siquiera aproximada, de lo que hacía y cómo pintaba Gaspar de la Huerta.
Santiago Montoya Beleña
Campillo, 1999