En algunas de mis pesquisas históricas me fui encontrando con el continuo consumo y gasto de pescados que hacían los agustinos recoletos de Campillo de Altobuey, allá por la mitad del siglo XVIII. Compraban bacalao, abadejo, salmón, mero, atún, merluza, anguila, congrio y bonito, entre otros, porque eran viandas de pobres y voto de pobreza tenían hecho ¡Cómo cambian los tiempos, las modas y los gustos! porque hoy día sólo se pueden acercar a estos peces quienes tienen una economía desahogada, y si así no fuere, no queda otro remedio que recurrir al socorrido congelado para catarlos.
Con estos pescados traídos de Valencia, los frailes recoletos campillanos preparaban suculentos escabeches, quizá para matarles el tufo con el vinagre, la pimienta, clavillos de olor, los ajos y el laurel. Con el bacalao harían ajoarriero, convertido en atascaburras si no iba lubricado con el suficiente aceite, plato este también de origen humilde. Arrieros y carreteros siempre llevaban colgando en la galera una «pescá» y una «cacharra» de aceite de oliva; con cuatro patatas más, una cabeza de ajos y la miga de una hogaza de pan de alguna semana de edad ya tenían enhebrado el guiso que ahora está en la cumbre del tapeo conquense.
Pero más propio del clero fue la afición a lo dulce. Y así, tenemos documentada desde mediados del siglo XVIII (y es suponer que fuera una tradición que ya venía de siglos anteriores), la preparación por los frailes de la «Torta de la Virgen», en dos ocasiones al menos:
- Una era en la fiesta de la Candelaria, que en Campillo de Altobuey se llamaba la “Virgen de la Torta”, porque se hacía una que se rifaba entre sus gentes al acabar la misa de la Purificación de Nuestra Señora y que habían acompañado con una pareja de palomas, según manda la tradición.
- La otra ocasión era para el día de la Inmaculada, aunque es posible que se hiciera también para la fiesta de la Virgen de la Loma (8 de septiembre, la Natividad) e incluso durante todo el año por los zucleros del pueblo.
Ya es seguro, por nuevas investigaciones, que en todas las fiestas importantes de la Virgen, los frailes hacían una grandiosa Torta, en cuya confección empleaban una arroba de miel, otra de almendra tostada en arena caliente, varias docenas de huevos y un levísimo toque de perfumada corteza de limón. Es esta una torta de turrón de finísimo paladar, cuyos ingredientes abundantes requerían el uso de unas andas para sacarla en la procesión de la Candelaria.
Al oír hablar de ella, esta torta sagrada hizo las delicias del escritor y periodista Luis Carandell, quien la recoge en su famoso libro Celtiberia Show, y la presenta como una torta que trae suerte comerla. Lo que quizá no supiera Carandell es que también servía para buscar novio, según consta en unos versillos de los muchos que se imprimían en el papel del envoltorio:
“Y tú solterona triste
que nunca has tenido novio
pues porque nunca has probado
la torta que hace Gregorio”.
Para las Pascuas hacían los Agustinos Alajud (así lo escriben ellos), para las fiestas del santo obispo Arroz de Nuestro Padre San Agustín, (una suerte de arroz con leche al que, además añadían almendra) y para la vendimia buñuelos con canela y Panecillos del San Nicolás.
Pero además, destilaban aguardiente en su propio alambique y hacían diversos «resolís«, que no uno y único era el famoso licor conquense, sino plural en gusto, según lo fuera el del fraile alquimista que extraía el espíritu del vino a pie de alambique.
Un trago de aguardiente en la petición de la «limosna de Agosto por las eras”, o en la del azafrán, hacía más generosos a los campillanos.
Listos los frailes, que también preparaban garbanzos «torraos» con los que convidar a sus fieles devotos en la petición de la ”limosna de la lana”, durante el esquilo, pero generosos igualmente al preparar tostones y almendras saladas para cantar el mayo a la Virgen y en la vigilia de la Natividad. No son los tostones somníferos sermones, ni las crías del aprovechable cerdo; en Campillo los tostones son los granos del trigo chamorro puestos a remojo en aguasal y luego tostados al homo para acompañar los tragos de vino, lo mismo que ocurría con el ”puñao“ o ”Refresco de San Antón» que los recoletos preparaban mezclando cañamones, nueces y garbanzos tostados y salados.
Y seguimos en el medio eclesiástico para hablar de otros históricos dulces como los “Rollos de Colación”, hechos con aceite, miel, huevos, harina y almendras, que preparaba en Campillo la cofradía de las Animas del Purgatorio, para subastarlos en las almonedas de Carnestolendas y allegar dineros con los que encargar misas por sus hermanos finados. O también bizcochos y buñuelos, o “Culebra de Mazapán” o “Nuégados” de miel y cañamones que hacían allá por 1785.
Con el tiempo semanasantero y pascual hay que relacionar los “bocáillos“, el más emblemático y dulce postre campillano: una ovalada fritura de miga de pan mezclada con huevo y puesta a hervir en un almíbar tocado con corteza de limón y canela en rama. No disponemos de documentos de archivo que avalen su presencia en Campillo, pero lo hace la tradición culinaria familiar: Semana Santa en las casas de Campillo y no hay bocáillos de postre, o no son campillanos sus moradores, o están enfermos o están a régimen. Lo peor de los bocáillos, pese a lo buenos que están, es que sólo se toman en esa época del año; pedirlos en otro momento es considerado como el peor desatino.
La historia y el tiempo ponen a cada uno en su sitio. Por eso, no sé desde cuándo estará documentado el mazapán de Toledo, pero en Cuenca, en Campillo, desde el siglo XVIII al menos; lo mismo ocurre con el turrón sea de Jijona o Alicante, pero en Cuenca, en Campillo de Altobuey, desde el siglo XVIII, con documentos históricos, gracias a la exquisita «Torta de la Virgen». Y en cuanto al resolí, pues habrá que dejar de hablar del licor conquense por excelencia así en singular, pudiéndose utilizar el plural, puesto que la documentación histórica a varios «resolís» se refiere y está brindando la oportunidad de nuevas creaciones con nuevos gustos a sus fabricantes.
Santiago Montoya Beleña
Campillo, 1998