La extensión del culto a la cruz, principal símbolo cristiano, por toda la geografía nacional se remonta al medievo, a la época de las Cruzadas. Santa Elena, la madre del emperador Constantino, está en el origen primero de la importancia concedida a la Santa Cruz en la iglesia católica, al enviar una expedición para la búsqueda del sagrado madero y, al parecer, encontrarlo. Dos fiestas se dedican a lo largo del año a la Santa Cruz: una es la fiesta de su Invención o hallazgo, otra es la de su Exaltación.
El día 3 de mayo se celebra la primera de estas fiestas, la que conmemora el hallazgo de la preciada reliquia. En Campillo el día era festivo y con un gran sentido lúdico, marchando la gente a pasar el día de asueto en el campo, en el pinar sobre todo, juntándose para comer y jugar las cuadrillas de amigos o familiares. Solía haber algún disfraz, baile, y se aprovechaba la estancia entre los pinos para buscar orejones (que son unos hongos azulados de primavera), cagarrias (nombre con el que se conoce en Campillo la variedad de setas comestibles llamadas colmenillas, que tienen forma de panal de avispa y que son de muy fino paladar) y para coger pigollos o brotes tiernos de los pinos.
Pero la gente no solo «hacía cruz» o «iba de cruz» que es como se referían a esta fiesta, sino que también iban a visitar y hacer lo mismo junto a un altar o pequeña hornacina situada en pleno campo, en los montes vecinos, por donde transcurría un ramal de las cañadas de la Mesta. Este pequeño altar-conjuratorio albergaba una cruz cuyo fuste y travesaño estaban llenos de medallas y relicarios que colgaban de ellos. Era la Cruz de las Reliquias.
Y también era la costumbre de hacer altares en los portales de las casas particulares para alabar a la Santa Cruz. Los hacía en el zaguán de su casa quien quería, por supuesto, y no había ninguna organización festiva o religiosa. Por las informaciones que nos transmiten las personas mayores que los conocieron en su juventud, se ponía una cruz y en torno a ella se confeccionaba un «altar» adornado con flores, se sacaba alguna colcha lucidora, pequeñas imágenes devocionales, estampas, cuadros, iluminación.., en fin, cada uno lo que dispusiera y le pareciera bien, siendo visitados a lo largo del día por los convecinos y la chiquillería, quienes, además, tenían un papel importante en su elaboración.
Corrían tiempos en los que las personas eran más creyentes, es cierto; pero también eran unos tiempos donde la televisión no existía y las gentes prestaban más atención a las fiestas y eran más participativas. O se preocupaban y organizaban algo, o no tenían nada que les divirtiera, nada que les sorprendiera o les sacase de la rutina cotidiana. Es la gran diferencia con el sentido de la fiesta actual, donde todo está hecho y no hay lugar ni para la creatividad ni para el cultivo de la faceta no material del hombre.
Estos altares caseros debieron tener un sabroso aspecto naif, ingenuista, espontáneo, que me trajeron al recuerdo el Museo de la Tía Sandalia, una abuela del pueblo, santera de Villacañas, que llamó la atención de antropólogos y etnólogos cuando descubrieron lo que tenía organizado en su casa. Era una mujer muy devota, que había llenado su domicilio de altarcillos, escenas piadosas y dioramas, cuyas imágenes, todo lo hacia ella misma, produciendo con su buen hacer, con su sentido estético y con su creatividad, una excelente y valiosa muestra del arte popular más puro.
Santiago Montoya Beleña, 1998
Foto: Cruces de mayo elaboradas en los últimos años por la Asociación La Manchuela Baila
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