Qué tiempos más extraños estamos viviendo. Meses de confinamiento, miedo, dolor por la pérdida de seres queridos a los que ni siquiera se ha podido acompañar en su momento final, semanas sin salir apenas de casa, y la tortura de no poder ver y abrazar a las personas que queremos. Ahora ya no estamos confinados, pero todo sigue siendo extrañamente distinto.
Ayer tuve que viajar a Madrid, no iba desde antes del estado de alarma. Allí comentaban que ahora ya no es la ciudad fantasma que había sido hace solo unas semanas, pero, aún así, nada era igual a la última vez que estuve. Tomar un café fue un imposible, comprar un sencillo pen drive que necesité supuso hacer cola de veinte minutos en el Corte Inglés, y menos mal que fui pronto, cuando acabé la compra, la cola llegaba se prolongaba por la acera.
No sé si esta pandemia que estamos pasando (esperemos que acabando) va a retomar la fuerza en otoño, como dicen algunos medios, o el virus acabará debilitándose y desapareciendo, como también afirman algunos científicos. Esperemos que sea así, eso es lo que pensamos, o queremos pensar, pero quién sabe…
Hay muchas teorías sobre la causa de esta situación: unos dicen que el virus ha sido producto de laboratorio, quizá intencionadamente disperso en la población para alcanzar quien sabe qué objetivo, otros que fue un “escape fortuito” de algún centro de investigación, y otros que ha sido una pandemia natural, de las que suceden periódicamente a lo largo de la historia. Pero, sea cual sea la causa, lo que está claro es que lo que ha sucedido una vez puede volver a suceder.
Un estado de alarma producido por un virus como este, o por algún otro tipo de catástrofe, produce una situación muy complicada en cualquier ciudad. Vivimos en un sistema tan delicado, está todo tan conectado, que cualquier mínima variable puede ocasionar un colapso social y económico en todo el planeta, y muy especialmente en las ciudades.
Porque en este tipo de situaciones te das cuenta de lo frágil que es vivir en la ciudad. Recuerdo que, hace años, vivíamos en un piso alto, era una planta 14 en el centro de Madrid. Un simple corto circuito producido al reparar una avería en el edificio nos dejó sin ascensor tres días. Y aquello, en teoría tan simple, se convirtió en un enorme problema. Catorce pisos bajando y subiendo para ir a comprar el pan, por ejemplo, se dice pronto. Y subir poco cargado, claro, la aventura no era para ir lleno de bolsas.
¿Qué haces en una ciudad si apenas puedes salir de casa? ¿Y si te quedas sin luz, sin agua o sin que puedan llegar suministros a los supermercados, por ejemplo? Una ciudad es un mundo cada vez más complejo, todo tiene que funcionar a la perfección porque tu vida depende exclusivamente de que todo el sistema funcione correctamente. Un simple fallo en suministro de gasoil y te congelas en invierno.
Por eso, creo que esta pandemia ha servido para poner en valor la vida en el pueblo. Al final, te das cuenta de lo poco que de verdad se necesita para vivir: agua, aire limpio, alimentos, calor, campo abierto cerca y una comunidad en la que apoyarse. Esto en el pueblo es fácil, en la ciudad puede convertirse en un imposible a la mínima.
Y es que la vida en el pueblo puede ser casi auto suficiente. Un pequeño huerto, unas gallinas, un simple molino eléctrico de grano, algo de leña, y ya tenemos las necesidades básicas casi cubiertas. Es fácil cocinar en la lumbre, como antaño, calentarse con la estufa, cultivar lo más esencial y tener unas cuantas gallinas en el corral. Antes, las casas estaban más preparadas para estos menesteres, con la llegada de la modernización, muchos corrales fueron solados para poder meter el coche o, simplemente, porque se nos hacía incómodo el barro en invierno o el polvo en verano. Pero en un pueblo sigue siendo relativamente fácil disponer de lo dicho.
No digo con esto que tengamos que volver a tiempos pasados, pero creo que es buena idea estar preparados por si acaso, porque nunca se sabe cómo se van a presentar los tiempos que se avecinan. Pueden venir otros virus similares, o también otros tipos de virus también peligrosos: los virus informáticos. En cualquier momento hay legiones de programadores en todo el mundo que, por pura locura o por intereses que no logramos llegar a comprender, trabajan para intentar tumbar los sistemas que organizan nuestras vidas. Hoy la informática controla todo, las operaciones bancarias, el suministro de electricidad, la medicina, las comunicaciones, los ordenadores, las redes sociales, los transportes y hasta la producción y distribución de alimentos están bajo su control. ¿Qué pasaría si uno de estos virus produce un apagón informático? Pues que haría imposible vivir en una ciudad en cuestión de horas.
En un pueblo podríamos sobrevivir preparándonos con lo que decíamos. Ojalá que nunca tengamos que pasar por situaciones similares a la que estamos pasando (y esperemos que saliendo), pero ya hemos visto que estas cosas pueden pasar. En 2008 el fundador de Microsoft, Bill Gates, decía que las próximas guerras no se librarían con bombas, sino con virus. Virus como el de ahora o virus informáticos, pero todos devastadores. Así que mejor estar preparados por si acaso.
Moraleja: qué suerte vivir en un pueblo y qué buena idea recuperar los huertos, hacer aljibes o poner depósitos para recoger el agua de lluvia y tener unas cuantas gallinas. Por lo que se puede observar, hay mucha gente en el pueblo que está en ello. Creo que es una decisión sabia. Y de paso tenemos un quehacer entretenido que nos obliga a movernos y mantenernos con salud y vitalidad.
En el próximo artículo hablaremos sobre de la manera más sana y económica de cultivar un huerto: el cultivo ecológico. Es decir, producir los alimentos que vamos a tomar sin venenos, porque al final acabamos comiéndonoslos. Y eso a la larga acaba minando nuestra salud.
Feliz desescalada y que este año traiga una buena cosecha.
Juan Vila